Secuestro exprés - Cristian Camilo Escárraga

Secuestro exprés

Por: Cristian Camilo Orozco Escárraga

­­­Miles de personas se aglomeraban en las principales calles del pueblo, esperando que frente a sus ­ojos pasaran aquellos vehículos que, por tantos años, han sido el principal transporte veredal: el Jeep. El sol calentaba con fuerza dándole un ambiente de fiesta y alegría al lugar, y equipos de sonido sonaban con alto volumen. Pero en uno de tantos aparatos, se escuchaba el tema musical “La cumbia del monstruo” del grupo Cuarteto Imperial. En el mismo momento en que la canción nombraba a un policía y como si todo estuviera planeado, se escucharon tres disparos provenientes de la esquina norte de la plaza de mercado.

Las personas corrían despavoridas. Botellas, puños y patadas volaban por el aire en diferentes direcciones. El caos se había apoderado del lugar y, dentro de todo el desorden, una anciana descendía de una motocicleta llevando una cerveza en su mano izquierda y, en la derecha, una bolsa negra algo abultada, pero no muy grande. Acababa de aparecer en escena La Abuela, así se hacía llamar en los bajos mundos del crimen, mientras varios policías trataban de controlar los desórdenes que se habían producido al escuchar los disparos.

Aníbal había llegado el viernes, dos días antes de la principal celebración de las fiestas del pueblo, “el Yipao”; y se encontraba bebiendo una cerveza. Al momento de escuchar los disparos, corrió y se ocultó tras un par de jeeps que se habían detenido. Estaba esperando a que la policía controlara a la multitud, cuando sintió que algo metálico tocaba la parte trasera de su cuello y creyó distinguir una figura humana tras él. Al mirar por encima de su hombro, vio a una anciana que le apuntaba a la cabeza con una pistola 9mm.

–No intente ninguna travesura porque le vuelo la cabeza –dijo la anciana–. Vamos a salir de aquí despacio y sin hacer escama. Volteando la esquina nos esperan para llevarnos a donde podremos hablar con mayor tranquilidad.

Él pensó en atacar a la mujer, pero, al mirar hacia un costado, se encontró de frente con otro hombre que también le apuntaba.

La abuela y Aníbal caminaron unos cien metros y, al girar a la derecha, encontraron un vehículo y la motocicleta de la que la anciana había descendido unos minutos antes. En ese mismo instante la policía controlaba el desorden.

El teléfono timbraba y timbraba, ya era la tercera llamada que La Abuela, María Josefina, hacía al dueño del número que le daría la cantidad necesaria de dinero para negociar la libertad de Aníbal. Pero los intentos habían sido infructuosos, nadie contestaba y ella ya se estaba desesperando. Hacía ya tres días que Aníbal estaba secuestrado y aún no aparecía algo sobre él en las noticias.

La abuela se encontraba meciéndose lentamente en una hamaca bajo un palo de mango, fumaba un cigarrillo y miraba los pequeños haces de luz que la luna proyectaba por el interior de las hojas del frondoso árbol que la cobijaba.

–¡Abuela, abuela, nos cayó la policía! vienen subiendo la loma, solo tenemos un par de minutos para largarnos de aquí.

Ella saltó de la hamaca y corrió a la parte trasera del pequeño cambuche donde estaba Aníbal amordazado y atado a una silla. Comprobó que estuviera bien amarrado y volvió a la parte frontal de la casa.

–¿Quién demonios nos habrá delatado? –dijo la anciana.

–Ni idea porque ninguno de nosotros ha salido de aquí desde que nos encargaron este trabajito. Tocará esperar a que lleguen, ya deben de estar entrando a la finca.

–De todas maneras hay que estar alerta, porque de pronto puede ser una trampa. Usted sabe muy bien que la policía está coludida con los narcos.

–¡Véalos, ahí llegaron, y están bien armados! –dijo el hombre

–Señores agentes, buenas noches, ¿qué los trae por aquí a estas horas?

Un policía se le acercó a la anciana empuñando el arma que tenía enfundada en la cintura y la miró con recelo.

–Doña María Josefina, buenas noches. Venimos porque ha desaparecido uno de nuestros agentes.

–A ver, mi capitán, ¿está usted insinuando que yo lo tengo por ahí amarrado de algún palo aquí en mi humilde morada?

–No me malinterprete, mi señora, pero como usted tiene tantos contactos y nos ha ayudado mucho en los últimos meses, quisiéramos pedirle que nos ayude a buscarlo, haciendo algún par de llamadas –afirmó el oficial.

–¿Tienen alguna foto o un dato con los cuales les pueda averiguar? –preguntó la anciana.

El capitán sacó del bolsillo de su chaqueta una fotografía y se la entregó a La Abuela.

Ella, al tomarla, quedó paralizada viendo aquella imagen para sí muy conocida.

Las manos le temblaban a La Abuela mientras hacía esfuerzos por mantenerse serena frente al policía, mientras observaba la fotografía. Aníbal agudizaba el oído para intentar escuchar qué pasaba en la parte delantera de la casa. Lo único que lograba oír era una voz conocida, dudaba un poco, pero al final logró reconocer la voz, era la de su jefe.

–Creo que no va haber necesidad de llamar a nadie, su agente está aquí.

–Por favor explíquese, mi señora, porque una persona nos dijo que a nuestro agente lo habían secuestrado en el “Yipao” –preguntó el agente con desconcierto.

–Hace un par de semanas nos llegó la noticia de que en el día del yipao iba a estar alias Aníbal y nos mandaron una descripción de él. Lo encontramos y actuamos produciendo ese desorden con los disparos. Mientras eso pasaba yo le llegué por detrás al sujeto y nos lo llevamos en menos de lo que canta un gallo. Pero se nos hacía muy raro que llamábamos varias veces al número del contacto para extorsionarlo y poner la coartada del secuestro, pero nadie contestaba.

–¿Y qué pensaban hacer con el sujeto?

–Tenerlo un par de semanas, mientras investigábamos por qué no se comunicaban con él. Pero al usted venir aquí todo nos quedó muy claro. Su agente es el hombre que está aquí.

Aníbal caminaba lentamente hacia la entrada de la finca donde estuvo contra su voluntad tres días, mirando los árboles a su alrededor. Él conocía ese lugar, hacía varios meses había ido allí a acompañar al capitán Duque. Esa finca era visitada con frecuencia por el capitán y sus subalternos, allí habían dado captura a varios de los delincuentes más peligrosos de la región.

La finca tenía unas 30 hectáreas de extensión, la mitad de ellas eran utilizadas para criar ganado, una hectárea contenía el rancho construido en guadua, plásticos y latas de zinc, una piscina, una cancha de tejo y una perrera donde vivían cuatro perros grandes que cuidaban; el restante de la finca se utilizaba para cultivar plátano y café. Este lugar quedaba a 30 minutos del pueblo, a la orilla de la carretera, un camino empedrado conducía desde ahí hasta la casa. Además, la propiedad estaba rodeada por una malla de tres metros de altura que permanecía electrizada las 24 horas del día.

Aníbal salió por la puerta metálica de la entrada. Allí era esperado por el capitán quien lo recogió en un vehículo policial. Cinco minutos después, la motocicleta y el automóvil en los que habían traído a Aníbal, también salieron de la propiedad con rumbo desconocido; allí iban la anciana María Josefina y sus secuaces. Los perros los acompañaron hasta la entrada y luego volvieron al interior de la propiedad. Lo último que se vio en el horizonte fue la polvareda que la motocicleta, con la anciana, y el automóvil, que los seguía, dejaban por donde pasaban.

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